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Ir a por tabaco

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Ir a por tabaco

Bernie Ecclestone elevó la Fórmula 1 a cotas inimaginables en los años 80.

La doctrina militar apunta a que la mejor forma de defenderse ante un enemigo es impedir que venga de visita. Hay una derivada que va un paso más allá: meterles miedo a domicilio, y con eso se piensan dos veces lo del viaje. Algo parecido ocurre en la Fórmula 1.

En la cúspide de la velocidad no existe un conflicto armado, pero sí un enfrentamiento, y éste no solo se disputa sobre el asfalto. También existen áreas grises en las que imponer una pose, clavar una bandera, y chulearle a tu contrario para sepa a quién se enfrenta tal y como hacía Williams Wallace pegando voces en Braveheart.

Precisamente por esto las escuderías se visten de colores, plantan el hospitality más grande y lustroso, o se pillan los tráilers más altos. Con ello no solo justifican las facturas o dejan impresionados a sus patrocinadores, sino que además sacan pecho en un intento de amilanar a sus contrarios. Cada vez que alguna formación puntera llega con uno de esos increíbles ejemplos de arquitectura efímera que son sus casas rodantes, hay un jefe de equipo resoplando que piensa cuanto le va a costar una más grande. Y pensar que todo empezó en los 70 con un autobús inglés, de esos de dos plantas...

«Pues a vosotros tampoco os ha ido mal, que pobres no veo a ninguno»

Por todo ello no es de extrañar que lo primero que te topas cuando sales del aeropuerto de Heathrow, uno de los más importantes del Reino Unido, es un letrero con un Fórmula 1. Y no se trata de cualquier colorista monoplaza, sino uno muy especial, debidamente etiquetado por uno de sus patrocinadores: Palantir. Puede que este nombre no te diga gran cosa pero se trata de una compañía dedicada a la minería de datos, puede que la más importante de todas. Es proveedor oficial de entidades de un peso específico como la NSA, el FBI, el ejército de Estados Unidos. De paso, vende sus servicios a otros gobiernos, entidades financieras, y una retahíla de empresa privadas que prefieren quedar en el anonimato. El logotipo de esta empresa se ve sobre el morro del rojísimo Ferrari F1-75, y son ellos los que pagan para que se vea bien claro ese logo con una imagen cenital del bólido italiano.

Lo interesante no es el cartel, muy sencillo, sino dónde se encuentra situado, y ese sitio es en la salida a la carretera del citado aeropuerto. Lo quisquilloso y urticante de la situación estriba en que es la imagen de un Ferrari lo primero que saluda a todos los integrantes de las escuderías británicas cuando se bajan del avión… el enemigo. Es más, si los de Maranello han tenido un encarnizado archirrival durante décadas ese ha sido McLaren, y la sede de esta escudería es el la más cercana a Heathrow, a apenas quince kilómetros de distancia. Es un mensaje, casi amenazador, que dice «os estamos vigilando». Con casi total seguridad, los viajeros alistados en las formaciones británicas apartan la mirada a su paso con una mezcla de entre sana envidia y deportivo rechazo.

Bernie Ecclestone decía a principios de siglo, comparando a Flavio Briatore y Ron Dennis, que si el primero era capaz de titulear con cien millones de libras, el segundo se gastaría trescientos e hipotecaría su casa para evitar que el italiano se lo llevara muerto. Así que en buena lógica, cualquiera que conozca un poco al británico, sabe que le hubieran entrado dolores de grado tres al ver el discordante letrero. Acto seguido, y tras limpiarse la espuma de la boca, hubiera buscado a los iluminadores de Las Vegas para poner al lado otro cartel, con su equipo de protagonista y de un tamaño hábil como para ser visto desde el exterior de la atmósfera respirable. La competencia se juega en muchos campos y el de la imagen proyectada, cómo, cuándo y dónde, es una importante. Y de ello y sus excesos, si lo miramos con indulgencia, salen buenas historias.

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Bernie Ecclestone, con Jean Todt (expresidente de la FIA, izquierda) y Christian Horner (derecha) en el paddock de Bahréin.
Las tabaqueras fueron la principal fuente de riqueza de la especialidad durante más de tres décadas. Los coches antes eran paquetes de tabaco rodantes con los colores de Marlboro, Camel, Rothmans, Lucky Strike, Mild Seven, West, Winfield, Gitanes o Benson & Hedges, entre otras. Todo ellos eran nombres que formaban parte del decorado general de la velocidad, en una relación de beneficio mutuo, y gracias a ello calderadas de billetes se vertieron sobre los boxes. En cierta ocasión algunos directores de equipo montaron algo de barullo y espetaron a Bernie Ecclestone que obtenía de la especialidad muchos beneficios y se había hecho rico gracias a ellos. El enano saltarín, como le denomina algún periodista malévolo, les devolvió el balón con un «pues a vosotros tampoco os ha ido mal, que pobres no veo a ninguno». Y también era cierto.

El reflejo de esta riqueza sobrevenida no eran solo los casoplones, ni los deportivos achapaditos, sino el ejemplo último del poderío financiero: el jet privado. La mayoría de las escuderías comenzaron a contar con uno, ya fuera en propiedad o en alquiler. Y no solo equipos, sino también pilotos, patrocinadores o asistentes VIP. En esta competición paralela la pelea era en ver quién tenía uno más grande, más rápido, o con mayor autonomía y alcance. El que no llegaba al reactor, como los de Sauber, tenía un turbohélice. En su defensa aducían que al ser un avión algo más modesto podían aterrizar en pistas más pequeñas, más baratas, y más cercanas a los circuitos, con lo que ahorraban tiempo en desplazamientos. Incluso Bernie se pilló un rimbombante Gulfstream G550 nada más divorciarse de Slavica; tuvo que deshacerse de él porque las regulaciones suizas le impedían —por tamaño— aterrizar en el aeropuerto de cerca de su casa en Los Alpes. Se pilló uno más pequeño, un ‘modesto’ Falcon 7X valorado en setenta millones de sextercios. El británico no lloró, sino que levantó un suculento beneficio de cerca de cinco melones al revenderle el anterior a un fulano árabe.

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Un buen día Ron Dennis se encaminaba hacia su pajarito y empezó a resoplar cuando se dio cuenta de que había otro menda que osaba tener uno igual que el suyo. Esto era intolerable, ¿cómo que uno igual?… porque es que más grande no lo había. Aquella noche tuvo que dormir mal, y tras consultar con la almohada, se levantó con la solución. Aquella misma mañana se puso el contacto con un fabricante que era capaz de crear pinturas exóticas, y les encargó un esmalte específico con la idea final de que brillase más que ningún otro, que fuese más allá en lo del lustre. La solución fue tan especial como su propietario: añadir escamas de cierto pescado que hacía escintilar aún más aquella aeronave. Dennis sonrió cuando el día que lo vio rodeado de aparatos similares, pero que no lucían como el suyo.

Ahora, centenares de británicos vuelan por cincuenta pounds desde Heathrow a Murcia, Almería o Ibiza. No lo hacen para ganar o perder carreras, sino para llenar de paquetes de tabaco la maleta más grande que Ryanair les permita llevar en cabina. Lo que también ven nada más llegar de vuelta a casa es la foto de un Fórmula 1 en el primer cartel publicitario que ven. Siempre hay quien gira la cara, o apuntan al cielo con la nariz y dicen por lo bajini, «bah, pero no es un Fórmula 1 inglés, no es lo mismo». Tampoco su Boeing 737, el aparato habitual de la compañía, brilla como el de Ron.

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Fuente : https://www.motor.es
 

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